César Sur había llamado a Víctor por la mañana. Al parecer, tenía que presentarle a alguien importante.
Víctor se presentó en el despacho de César por la tarde.
En la sala había otros dos hombres junto al médico.
— Francisco Videla y su ayudante –presentó César.
Videla era un hombre de mediana estatura, regordete, con una gran calva brillante en el centro de la cabeza, adornada con pelillos morenos en la nuca y sienes, a juego con su perilla bien recortada. Un hombre vestido de traje y corbata, con maletín negro de importante directivo. Su ayudante era un hombre joven, también con traje, grandes gafas de pasta y mirada vivaracha y astuta.
— Yo tengo influencia en el Congreso. Soy un político respetado. Sólo necesito dinero y hombres que me apoyen en la renovación que pretendo.
— ¿Pretende dar un golpe de estado ordenado? —preguntó Víctor, incrédulo, previendo las intenciones del político.
El político se alteró. Su cara se hinchó y enrojeció.
— No, no, no, no, no —negó con efusividad. Dirigió una mirada a su ayudante, que parecía igualmente horrorizado—. No es un golpe de estado. Lo que yo pretendo es restablecer el orden que se ha perdido. Los políticos que están en el poder no lo están haciendo bien. Está todo planeado —dijo, asintiendo, vehemente, con la cabeza—. Conseguiremos apoyos.
— Entonces… ¿qué necesita?
— Gente que me ayude a hacerme con el Congreso.
— ¿Políticos de su partido?
Videla soltó una carcajada seca, que imitó su ayudante.
— ¡No, no, nada de políticos! Eso viene después. Lo que necesito son apoyos en la calle.
— Ah, bueno, entonces podríamos hacer una convocatoria en las redes sociales. Creo que mucha gente le apoyaría —intervino César.
— No, no, nada de perroflautas. Gente seria, gente trabajadora y responsable. Conseguimos su afiliación al partido, y está todo hecho.
La sala se quedó en silencio. Víctor no podía ocultar su cara de perplejidad. A continuación, el político comenzó a imponer las condiciones.
— Necesito, lo primero el dinero… Entiéndanme, esto tiene muchos riesgos, puedo ir a la cárcel, con Tejero… Mi familia no podría sobrevivir sin mí— y después de una pausa—. Ustedes depositan en el número de cuenta que les dará mi ayudante diez mil euros y en un par de días está todo hecho.
César y Víctor intercambiaron miradas significativas mientras el otro hablaba. César le prometió buscar afiliados entre sus conocidos, pero Víctor intuyó la ironía en sus palabras. Entonces, el político comenzó a farfullar:
— Siempre he sido liberal… La libertad, ante todo. Éste es un Gobierno de ladrones. ¡Qué digo ladrones! ¡Bandidos! Y luego uno, porque se opone a los abusos, le expulsan del partido…
César acompañó a Videla a la puerta.
— Bueno… entonces necesita apoyos exteriores y diez mil euros, ¿verdad?
— Sí, sí. Por mi familia. Necesitan tener un seguro si esto no sale bien, ¿comprende? Es todo para ellos… para ellos.
César le despidió y, tras cerrar la puerta, se llevó una mano a la sien, con los ojos cerrados. Víctor, aún desde su asiento, sonrió con tristeza.
— ¿Y con esta gente quieres hacer una revolución?
El médico, pensativo, murmuró:
— Sí, realmente… Esto es desolador. No tropezamos más que con cobardes, con inmorales. Son como los otros.
— Peores.
— Y, sin embargo, es preciso luchar contra esto, poner al país en marcha, renovar la atmósfera, hacer un pueblo europeo.
Víctor movía la cabeza negativamente:
— No, querido doctor. Lo que hay que hacer es provocar la gran revolución. Ustedes se empeñan en soslayar el problema, en confeccionar fórmulas pacíficas, sin contenido humano. Y mientras, el pueblo quiere otra cosa, se muere de esperanza por otra cosa.
(Autora: ISJ, editor: JFV)